Trabajar en control de calidad suele ser un trabajo poco entendido. Para algunos es dinero fácil por poco esfuerzo, para otros es un gratificante proceso de atención a detalle. Y ambos tienen un poco de razón.
Yo soy encargada del control de calidad en la fábrica de manos. Las manos que se le otorgan a las personas cuando nacen y que cargaran el resto de su vida. Manos que primero deben pasar por mi.
Estas manos de aquí son las de un cocinero; tendrán algunos cayos perfectos para el calor y las puntadas. Estas manos curtidas y virtuosas son las de un guitarrista. Este par de un carpintero, rígidas y flexibles. Este par para un oficinista, delicadas y ágiles.
Este par de manos es inusual; tienen la agilidad de un costurero, también tienen la rigidez de un escalador, la fuerza de un boxeador, la destreza de un carnicero. Estas son las manos de un asesino. ¿Podrían manos así usarse con malicia?
Es la ley de la naturaleza, el camino de menor resistencia, la salida fácil. Este par de manos causarán una gran cantidad de sufrimiento, directo e indirecto.
Debo rechazarlas inmediatamente, aunque cumplan con los estándares de calidad: Manos saludables, sin deformaciones, sin ningún problema óseo ni dérmico, poco propensas a artritis. Objetivamente estas manos están más que listas, pero no puedo permitir que salgan al mundo.
Nunca había sido de mi incumbencia quién recibe las manos, y si se llegan a enterar que rechacé manos que cumplen los estándares perderé mi trabajo. O incluso peor; podría incluso perder mis propias manos…
Trabajar en control de calidad suele ser un trabajo poco entendido, pero es en momentos como este cuando recuerdo lo que significa: asegurar el mejor resultado posible. Y eso quiere decir que estas manos quedan rechazadas pase lo que pase, pues me rehuso a pensar que manos como estas son manos de buena calidad.
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